Este blog permitiría el diálogo de saberes, la interlocución de los autores y la conexión de mundos en aparente oposición. Espacio virtual del espacio académico Identidad y Rol Docente de la Facultad de Artes de la Universidad Pedagógica Nacional.
viernes, 27 de agosto de 2010
miércoles, 25 de agosto de 2010
Preguntas
Lee el texto e infiere.
¿De qué habla el autor?
¿Cómo y porqué el autor habla de una "muerte del arte"?
¿Porqué el arte y las obras de arte son 'caducas'?
¿Qué es lo que conlleva el 'final del arte?
¿De qué habla el autor?
¿Cómo y porqué el autor habla de una "muerte del arte"?
¿Porqué el arte y las obras de arte son 'caducas'?
¿Qué es lo que conlleva el 'final del arte?
martes, 24 de agosto de 2010
Teoría Estética (Fragmento)
Por THEODORE ADORNO
Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. En el arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello. Pero esta infinitud abierta no ha podido compensar todo lo que se ha perdido en concebir el arte como tarea irreflexiva o aproblemática. La ampliación de su horizonte ha sido en muchos aspectos una autentica disminución. Los movimientos artísticos de 1910 se adentraron audazmente por el mar de lo que nunca se había sospechado, pero este mar no les proporcionó la prometida felicidad a su aventura. El proceso desencadenado entonces acabó por devorar las mismas categorías en cuyo nombre comenzara. Factores cada vez más numerosos fueron arrastrados por el torbellino de los nuevos tabúes, y los artistas sintieron menos alegría por el nuevo reino de libertad que habían conquistado y más deseo de hallar un orden pasajero en el que no podían hallar fundamento suficiente. Y es que la libertad del arte se había conseguido para el individuo pero entraba en contradicción con la perenne falta de libertad de la totalidad. En esta el lugar del arte se ha vuelto incierto. Tras haber sacudido su función cultural y haber desechado a los imitadores tardíos de la misma, la autonomía exigida por el arte se alimentó de la idea de humanidad. Pero esta idea se desmoronó en la medida en que la sociedad se fue haciendo menos humana.
A causa de su misma ley de desarrollo fueron palideciendo sus bases constitutivas, bases que habían ido creciendo a partir del ideal de humanidad. Con todo, la autonomía ha quedado como realidad irrevocable. Las dudas que surgieron y la expresión de esas dudas no pudieron ser allanadas. Fracasaron todos los intentos de solventarlas acudiendo a la función social del arte: la autonomía comienza a mostrar síntomas de ceguera. Y aunque esta ceguera ha sido siempre propia del arte, sin embargo en la época de su emancipación ensombrece todo lo demás, no sabemos si por causa de la perdida ingenuidad o a pesar de ella. Me refiero a la pérdida de la ingenuidad a la que no puede sustraerse desde la intuición de Hegel. Pero ahora el arte venda sus ojos con una ingenuidad al cuadrado al haberse vuelto incierto el para qué estético. Ya no se sabe si el arte sin más es posible; si ha socavado y aun perdido sus propios presupuestos tras la plena emancipación. La pregunta sobre lo que el arte fue en otro tiempo se vuelve punzante. Las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero, como si este nuevo mundo tuviera consistencia ontológica. Por esto se orientan a priori hacia la afirmación, por más que se presenten en la forma más trágica posible. Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que procede del arsenal burgués, y lo sitúan entre las instituciones dominicales destinadas a derramar sus consuelos. Pero sobre todo remueven la herida misma del arte. Este se ha desvinculado inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la verdad de la salvación. Sin esta secularización, el arte nunca habría podido desarrollarse. Pero este proceso le ha condenado, tras su liberación de la esperanza en otra realidad distinta, a dar buenos consejos a lo real y a lo establecido, los cuales robustecen el avance de todo aquello de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse. Y el mismo principio de autonomía se hace sospechoso de favorecer tales buenos consejos: al no producir este principio una totalidad que proceda de él mismo, al no crear algo acabado y cerrado en sí mismo, esta imagen se traslada al mundo en el que vive el arte y en el que alcanza su madurez. Por su renuncia a lo empírico, renuncia que no es mero escapismo en su concepto, sino una ley inmanente del mismo, está sancionando la prepotencia de esa misma realidad empírica. Helmut Kuhn nos dice en un trabajo escrito a favor del arte que cada una de sus obras tiene el sentido de la alabanza, de la exaltación. Su tesis sería verdad si fuera una tesis crítica. Si consideramos la esencia afirmativa del arte, imprescindible para él en relación con ese estado de degeneración a que ha llegado la realidad, nos encontramos con que se ha convertido en algo insoportable. Por esto tiene que revolverse contra aquello que forma su mismo concepto y se convierte así en algo incierto hasta en sus fibras más íntimas. Y no puede salir de esta situación mediante una negación abstracta de sí mismo. Al tener que atacar ese estrato fundamental que toda la tradición consideraba como asegurado, se está modificando cualitativamente y se convierte en otra cosa. El arte puede realizar este cambio porque a lo largo de los tiempos, gracias a la forma que le es propia, pudo volverse contra lo meramente existente,contra lo que estaba establecido; y también venir en su ayuda gracias a la conformación que da a sus elementos. Ni se le puede encerrar en las fórmulas generales del consuelo, ni tampoco en sus contrarias.
E1 arte extrae su concepto de las cambiantes constelaciones históricas. Su concepto no puede definirse. No podemos deducir su esencia de su origen, como si lo primero en él fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente o se hundió cuando ese fundamento fue sacudido. La fe en que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y las más puras es sólo romanticismo tardío; con el mismo derecho se podría sostener que los más antiguos productos artísticos, todavía no separados de prácticas mágicas, de objetivos pragmáticos y de nuestra documentación histórica sobre ellos, productos sólo perceptibles en amplios períodos por la fama o por nuestra trompetería, son turbios e impuros; la concepción clasicista se sirvió de buena gana de tales argumentos. Considerados de forma groseramente histórica, los datos se pierden en una enorme vaguedad. El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se perdería necesariamente en algo tan confuso que la teoría del arte no retendría en sus manos más que la visión, ciertamente relevante, de que las artes no pueden ser incluidas en la identidad sin lagunas del arte en cuanto tal. En las reflexiones y trabajos dedicados a los άρχαί estéticos se mezclan de forma brutal la reunión positivista de materiales y las especulaciones tan odiadas por la ciencia; el máximo ejemplo sería Bachofen. Y si en vez de esto se intentase, de acuerdo con el uso filosófico, separar categóricamente la llamada cuestión del origen, considerada como cuestión de la esencia, de la cuestión genética de la historia primitiva, entonces se caería en la arbitrariedad de emplear el concepto de origen de forma contraria a lo que dice el sentido de la palabra.
La definición de aquello en que el arte pueda consistir siempre estará predeterminada por aquello que alguna vez fue, pero sólo adquiere legitimidad por aquello que ha llegado a ser y más aún, por aquello que quiere ser y quizá puede ser. Aun cuando haya que mantener su diferencia de lo puramente empírico, sin embargo ésta se modifica cualitativamente en sí misma; algunas cosas, pongamos las figuras cultuales, se transforman con el correr de la historia en realidades artísticas, cosa que no fueron anteriormente, y algunas que antes eran arte han dejado de serlo. Plantear desde arriba la pregunta de si un fenómeno como el cine es o no arte no conduce a ninguna parte. El arte, al irse transformando, empuja su
propio concepto hacia contenidos que no tenía. La tensión existente ente aquello de lo que en el arte ha sido expulsado y el pasado del mismo es lo que circunscribe la llamada cuestión de la constitución estética. Sólo puede interpretarse el arte por su ley de desarrollo, no por sus invariantes. Se determina por su relación con aquello que no es arte. Lo que en él hay de específicamente artístico procede de algo distinto: de este algo hay que inferir su contenido: y sólo este presupues- to satisfaría las exigencias de una estética dialéctico-materialista. Su especificidad le viene precisamente de distanciarse de aquello por lo que llegó a ser; su ley de desarrollo es su propia ley de formación. Sólo existe en relación con lo que no es él, es el proceso hacia ello. Para una estética que ha cambiado de orientación es axiomática la idea desarrollada por el último Nietzsche en contra de la filosofía tradicional, de que también puede ser verdad lo que ha llegado a ser. Habría que invertir la visión tradicional demolida por él: verdad es únicamente lo que ha llegado a ser. Lo que se muestra en la obra de arte como su interna legalidad no es sino el producto tardío de la interna evolución técnica y de la situación del arte mismo en medio de la creciente secularización;no hay duda de que las obras de arte llegan a ser tales cuando niegan su origen. No hay que conservar en ellas la vergüenza de su antigua dependencia respecto de vanos encantadores, servicio de señores o ligera diversión; ha desaparecido su pecado original al haber ellas aniquilado retrospectivamente el origen del que proceden. Ni la música para banquetes es inseparable de la música liberada, ni fue nunca un servicio digno del hombre del que el arte autónomo se ha liberado tras anatematizarIe. Su despreciable murga no mejora por el hecho de que la parte más importante de cuanto hoy conmueve a los hombres como arte haya hecho callar el eco de aquellos ruidos.
La perspectiva hegeliana de una posible muerte del arte está de acuerdo con su mismo devenir. El que lo considerase perecedero y al mismo tiempo lo incluyese en el espíritu absoluto armoniza bien con el doble carácter de su sistema, pero da pie a una consecuencia que él nunca habría deducido: el contenido del arte, lo absoluto de él según su concepción, no se agota en las dimensiones de su vida y muerte. El arte podría tener su contenido en su propia transitoriedad. Puede imaginarse, y no se trata de ninguna posibilidad abstracta, que la gran música, como algo tardío, sólo fuese posible en un determinado período de la humanidad. La sublevación del arte, presente teleológicamente en su «actitud respecto de la objetividad» y sucedida en la historia del mundo, se ha convertido en la sublevación del mundo contra el arte; huelga profetizar si será capaz de sobrevivir. La crítica de la cultura no tiene porqué hacer callar los gritos más agudos del pesimismo cultural reaccionario: su escándalo ante la idea, que ya Hegel tomó en cuenta hace ciento cincuenta años, de que el arte podría haber entrado en la era de su ocaso. Hace cien años, la tremenda creación de Rimbaud cumplió en sí misma, de forma anticipatoria, la historia del arte nuevo hasta el último extremo; pero su silencio poste- rior, su trabajo como asalariado, anticipó también la tendencia del arte nuevo. Hoy la estética no tiene poder ninguno para decidir si ha de convertirse en la nota necrológica del arte y ni siquiera le está permitido desempeñar el papel de orador fúnebre; en general sólo puede dejar constancia del fin, alegrarse del pasado y pasarse a la barbarie, da lo mismo bajo qué título. La barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos. El contenido del arte del pasado, aunque ahora el arte mismo quede destruido, se destruya a sí mismo, desaparezca o continúe de forma desesperada, no es forzoso que decaiga. El arte podría sobrevivir en una sociedad que se librase de la barbarie de su cultura. No sólo se trata de formas; también son innumerables las materias que hoy han muerto del todo: la literatura sobre el adulterio que llena el período victoriano del siglo XIX y de los comienzos del XX es hoy apenas inmediatamente imitable tras la disolución de la pequeña familia de la alta burguesía y el relajamiento de la monogamia; sólo en la literatura vulgar de las revistas ilustradas sigue arrastrando una vida débil y vuelve de vez en cuando. También hay que decir, en sentido contra- rio, que hace ya tiempo que lo auténtico de Madame Bovary, hundido otras veces en su contenido, ha sobrevolado por encima de su ocaso. Pero esto no debe desviarnos hacia el falso optimismo histórico filosófico de la fe en el espíritu invencible. El mismo contenido material, lo que es mucho más, puede quebrarse en su caída. El arte y las obras de arte son caducas no sólo por su heteronomía, sino también en la constitución misma de su autonomía. En este proceso, que sirve como prueba de que la sociedad des la que convierte al espíritu en factor de trabajo diferencial y en magnitud separada, el arte no es sólo arte sino también algo extraño y contrapuesto a él mismo. En su concepto mismo está escondido el fermento que acabará con él.
Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. En el arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello. Pero esta infinitud abierta no ha podido compensar todo lo que se ha perdido en concebir el arte como tarea irreflexiva o aproblemática. La ampliación de su horizonte ha sido en muchos aspectos una autentica disminución. Los movimientos artísticos de 1910 se adentraron audazmente por el mar de lo que nunca se había sospechado, pero este mar no les proporcionó la prometida felicidad a su aventura. El proceso desencadenado entonces acabó por devorar las mismas categorías en cuyo nombre comenzara. Factores cada vez más numerosos fueron arrastrados por el torbellino de los nuevos tabúes, y los artistas sintieron menos alegría por el nuevo reino de libertad que habían conquistado y más deseo de hallar un orden pasajero en el que no podían hallar fundamento suficiente. Y es que la libertad del arte se había conseguido para el individuo pero entraba en contradicción con la perenne falta de libertad de la totalidad. En esta el lugar del arte se ha vuelto incierto. Tras haber sacudido su función cultural y haber desechado a los imitadores tardíos de la misma, la autonomía exigida por el arte se alimentó de la idea de humanidad. Pero esta idea se desmoronó en la medida en que la sociedad se fue haciendo menos humana.
A causa de su misma ley de desarrollo fueron palideciendo sus bases constitutivas, bases que habían ido creciendo a partir del ideal de humanidad. Con todo, la autonomía ha quedado como realidad irrevocable. Las dudas que surgieron y la expresión de esas dudas no pudieron ser allanadas. Fracasaron todos los intentos de solventarlas acudiendo a la función social del arte: la autonomía comienza a mostrar síntomas de ceguera. Y aunque esta ceguera ha sido siempre propia del arte, sin embargo en la época de su emancipación ensombrece todo lo demás, no sabemos si por causa de la perdida ingenuidad o a pesar de ella. Me refiero a la pérdida de la ingenuidad a la que no puede sustraerse desde la intuición de Hegel. Pero ahora el arte venda sus ojos con una ingenuidad al cuadrado al haberse vuelto incierto el para qué estético. Ya no se sabe si el arte sin más es posible; si ha socavado y aun perdido sus propios presupuestos tras la plena emancipación. La pregunta sobre lo que el arte fue en otro tiempo se vuelve punzante. Las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia y contrapuesto al primero, como si este nuevo mundo tuviera consistencia ontológica. Por esto se orientan a priori hacia la afirmación, por más que se presenten en la forma más trágica posible. Los clichés del resplandor de reconciliación que el arte hace irradiar sobre la realidad son repulsivos; constituyen la parodia de un concepto del arte, un tanto enfático, por medio de una idea que procede del arsenal burgués, y lo sitúan entre las instituciones dominicales destinadas a derramar sus consuelos. Pero sobre todo remueven la herida misma del arte. Este se ha desvinculado inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la verdad de la salvación. Sin esta secularización, el arte nunca habría podido desarrollarse. Pero este proceso le ha condenado, tras su liberación de la esperanza en otra realidad distinta, a dar buenos consejos a lo real y a lo establecido, los cuales robustecen el avance de todo aquello de lo que la autonomía del arte quisiera liberarse. Y el mismo principio de autonomía se hace sospechoso de favorecer tales buenos consejos: al no producir este principio una totalidad que proceda de él mismo, al no crear algo acabado y cerrado en sí mismo, esta imagen se traslada al mundo en el que vive el arte y en el que alcanza su madurez. Por su renuncia a lo empírico, renuncia que no es mero escapismo en su concepto, sino una ley inmanente del mismo, está sancionando la prepotencia de esa misma realidad empírica. Helmut Kuhn nos dice en un trabajo escrito a favor del arte que cada una de sus obras tiene el sentido de la alabanza, de la exaltación. Su tesis sería verdad si fuera una tesis crítica. Si consideramos la esencia afirmativa del arte, imprescindible para él en relación con ese estado de degeneración a que ha llegado la realidad, nos encontramos con que se ha convertido en algo insoportable. Por esto tiene que revolverse contra aquello que forma su mismo concepto y se convierte así en algo incierto hasta en sus fibras más íntimas. Y no puede salir de esta situación mediante una negación abstracta de sí mismo. Al tener que atacar ese estrato fundamental que toda la tradición consideraba como asegurado, se está modificando cualitativamente y se convierte en otra cosa. El arte puede realizar este cambio porque a lo largo de los tiempos, gracias a la forma que le es propia, pudo volverse contra lo meramente existente,contra lo que estaba establecido; y también venir en su ayuda gracias a la conformación que da a sus elementos. Ni se le puede encerrar en las fórmulas generales del consuelo, ni tampoco en sus contrarias.
E1 arte extrae su concepto de las cambiantes constelaciones históricas. Su concepto no puede definirse. No podemos deducir su esencia de su origen, como si lo primero en él fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente o se hundió cuando ese fundamento fue sacudido. La fe en que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y las más puras es sólo romanticismo tardío; con el mismo derecho se podría sostener que los más antiguos productos artísticos, todavía no separados de prácticas mágicas, de objetivos pragmáticos y de nuestra documentación histórica sobre ellos, productos sólo perceptibles en amplios períodos por la fama o por nuestra trompetería, son turbios e impuros; la concepción clasicista se sirvió de buena gana de tales argumentos. Considerados de forma groseramente histórica, los datos se pierden en una enorme vaguedad. El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se perdería necesariamente en algo tan confuso que la teoría del arte no retendría en sus manos más que la visión, ciertamente relevante, de que las artes no pueden ser incluidas en la identidad sin lagunas del arte en cuanto tal. En las reflexiones y trabajos dedicados a los άρχαί estéticos se mezclan de forma brutal la reunión positivista de materiales y las especulaciones tan odiadas por la ciencia; el máximo ejemplo sería Bachofen. Y si en vez de esto se intentase, de acuerdo con el uso filosófico, separar categóricamente la llamada cuestión del origen, considerada como cuestión de la esencia, de la cuestión genética de la historia primitiva, entonces se caería en la arbitrariedad de emplear el concepto de origen de forma contraria a lo que dice el sentido de la palabra.
La definición de aquello en que el arte pueda consistir siempre estará predeterminada por aquello que alguna vez fue, pero sólo adquiere legitimidad por aquello que ha llegado a ser y más aún, por aquello que quiere ser y quizá puede ser. Aun cuando haya que mantener su diferencia de lo puramente empírico, sin embargo ésta se modifica cualitativamente en sí misma; algunas cosas, pongamos las figuras cultuales, se transforman con el correr de la historia en realidades artísticas, cosa que no fueron anteriormente, y algunas que antes eran arte han dejado de serlo. Plantear desde arriba la pregunta de si un fenómeno como el cine es o no arte no conduce a ninguna parte. El arte, al irse transformando, empuja su
propio concepto hacia contenidos que no tenía. La tensión existente ente aquello de lo que en el arte ha sido expulsado y el pasado del mismo es lo que circunscribe la llamada cuestión de la constitución estética. Sólo puede interpretarse el arte por su ley de desarrollo, no por sus invariantes. Se determina por su relación con aquello que no es arte. Lo que en él hay de específicamente artístico procede de algo distinto: de este algo hay que inferir su contenido: y sólo este presupues- to satisfaría las exigencias de una estética dialéctico-materialista. Su especificidad le viene precisamente de distanciarse de aquello por lo que llegó a ser; su ley de desarrollo es su propia ley de formación. Sólo existe en relación con lo que no es él, es el proceso hacia ello. Para una estética que ha cambiado de orientación es axiomática la idea desarrollada por el último Nietzsche en contra de la filosofía tradicional, de que también puede ser verdad lo que ha llegado a ser. Habría que invertir la visión tradicional demolida por él: verdad es únicamente lo que ha llegado a ser. Lo que se muestra en la obra de arte como su interna legalidad no es sino el producto tardío de la interna evolución técnica y de la situación del arte mismo en medio de la creciente secularización;no hay duda de que las obras de arte llegan a ser tales cuando niegan su origen. No hay que conservar en ellas la vergüenza de su antigua dependencia respecto de vanos encantadores, servicio de señores o ligera diversión; ha desaparecido su pecado original al haber ellas aniquilado retrospectivamente el origen del que proceden. Ni la música para banquetes es inseparable de la música liberada, ni fue nunca un servicio digno del hombre del que el arte autónomo se ha liberado tras anatematizarIe. Su despreciable murga no mejora por el hecho de que la parte más importante de cuanto hoy conmueve a los hombres como arte haya hecho callar el eco de aquellos ruidos.
La perspectiva hegeliana de una posible muerte del arte está de acuerdo con su mismo devenir. El que lo considerase perecedero y al mismo tiempo lo incluyese en el espíritu absoluto armoniza bien con el doble carácter de su sistema, pero da pie a una consecuencia que él nunca habría deducido: el contenido del arte, lo absoluto de él según su concepción, no se agota en las dimensiones de su vida y muerte. El arte podría tener su contenido en su propia transitoriedad. Puede imaginarse, y no se trata de ninguna posibilidad abstracta, que la gran música, como algo tardío, sólo fuese posible en un determinado período de la humanidad. La sublevación del arte, presente teleológicamente en su «actitud respecto de la objetividad» y sucedida en la historia del mundo, se ha convertido en la sublevación del mundo contra el arte; huelga profetizar si será capaz de sobrevivir. La crítica de la cultura no tiene porqué hacer callar los gritos más agudos del pesimismo cultural reaccionario: su escándalo ante la idea, que ya Hegel tomó en cuenta hace ciento cincuenta años, de que el arte podría haber entrado en la era de su ocaso. Hace cien años, la tremenda creación de Rimbaud cumplió en sí misma, de forma anticipatoria, la historia del arte nuevo hasta el último extremo; pero su silencio poste- rior, su trabajo como asalariado, anticipó también la tendencia del arte nuevo. Hoy la estética no tiene poder ninguno para decidir si ha de convertirse en la nota necrológica del arte y ni siquiera le está permitido desempeñar el papel de orador fúnebre; en general sólo puede dejar constancia del fin, alegrarse del pasado y pasarse a la barbarie, da lo mismo bajo qué título. La barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos. El contenido del arte del pasado, aunque ahora el arte mismo quede destruido, se destruya a sí mismo, desaparezca o continúe de forma desesperada, no es forzoso que decaiga. El arte podría sobrevivir en una sociedad que se librase de la barbarie de su cultura. No sólo se trata de formas; también son innumerables las materias que hoy han muerto del todo: la literatura sobre el adulterio que llena el período victoriano del siglo XIX y de los comienzos del XX es hoy apenas inmediatamente imitable tras la disolución de la pequeña familia de la alta burguesía y el relajamiento de la monogamia; sólo en la literatura vulgar de las revistas ilustradas sigue arrastrando una vida débil y vuelve de vez en cuando. También hay que decir, en sentido contra- rio, que hace ya tiempo que lo auténtico de Madame Bovary, hundido otras veces en su contenido, ha sobrevolado por encima de su ocaso. Pero esto no debe desviarnos hacia el falso optimismo histórico filosófico de la fe en el espíritu invencible. El mismo contenido material, lo que es mucho más, puede quebrarse en su caída. El arte y las obras de arte son caducas no sólo por su heteronomía, sino también en la constitución misma de su autonomía. En este proceso, que sirve como prueba de que la sociedad des la que convierte al espíritu en factor de trabajo diferencial y en magnitud separada, el arte no es sólo arte sino también algo extraño y contrapuesto a él mismo. En su concepto mismo está escondido el fermento que acabará con él.
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